No caben dudas sobre la existencia de los cinturones de castidad, porque no son pocos los que nos llegaron, desde su origen en la edad media, hasta nuestros días. De lo que sí se duda es de su uso, de si realmente sirvieron para evitar una buena cornamenta, a los maridos ausentes, o, por el contrario, si sólo fueron unos mitos eróticos.
Gran cantidad de historiadores vinieron expresando sus dudas en este sentido. El British Museum llegó incluso a cerrar la exposición de cinturones de castidad, que llevaba mostrando desde el año 1846, por considerar el tema como una falsedad histórica.
Porque cuesta creer que una mujer pudiese llevar estos objetos durante los habitualmente largos (entonces lo eran) viajes de sus esposos: de ser así, a la pobre se le podrían producir, en muy pocos días, heridas con el potencial de acabar siendo muy graves… Según se sabe ahora, ninguna vagina soporta una lata contaminada y oxidada (es un órgano cálido y mojado) por mucho tiempo, sin desfallecer por infección, hongos o inflamaciones.
La literatura de los siglos XIV al XVII carece prácticamente de referencias a este artilugio, en sus novelas de tipo cortés. De haber sido usados, sin duda, habrían sido mencionados por los escritores de la época, pero no lo hacen ni Bocaccio, Bardello o Rabelais, que escribían sátira erótica y que conocían a fondo la sexualidad de la época, los celos, los engaños y las artimañas usadas para engañar a los cónyuges o amantes.
La primera vez que se habla de estos cinturones fue en un libro de 1405, escrito por Konrad Keyeser, titulado Bellifortis, y que trata sobre máquinas de guerra. Es una obra muy técnica, ardua y se cree que el autor quiso amenizar un poco su lectura introduciendo esta broma.
Al parecer, los primeros cinturones de castidad reales comenzaron a fabricarse en el siglo XIX, y fueron usados para ser expuestos en museos de tortura.
Eso sí, durante la época victoriana fueron usados por muchas mujeres, aunque eran más pequeños y refinados, y su utilidad estaba lejos de evitar infidelidades. Lo que se pretendía era evitar violaciones durante los viajes, o impedir que las adolescentes se masturbasen durante la noche, ya que la masturbación se consideraba una actividad pecaminosa. También, en aquella sociedad ultra machista del siglo XIX, podrían haber sido usados como una forma romántica de garantizar fidelidad.
Ahora, en pleno siglo XXI, se pueden encontrar variantes cómodas (de cuero, con plumas y telas que no lastiman) para usar en sesiones de sadomasoquismo.
La extendida y estúpida costumbre de coartar la libertad de la mujer en materia de amor, trajo consigo la utilización, según los países y las épocas, de muchos otros procedimientos más o menos asimilables en su utilidad. En ocasiones, estos dispositivos, además de groseros, merecen el calificativo de salvajes.
Referencias
Cien años de soledad La intuición popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo. En el pueblo se regó el cuento de que Úrsula Iguarán continuaba virgen. Pero la verdad era que la esposa se resistía a tener relaciones sexuales con el marido debido al miedo que le infundía su madre en el sentido de que, si lo hacía, era posible que naciera un hijo con cola de cerdo. Un antecedente familiar le hacía pensar así.
Todas las noches, la pareja forcejeaba durante horas, él tratando de quitarle el cinturón de castidad que la mamá le había hecho con lona de velero y ella defendiéndose para que no se lo quitara. Así vivieron ese primer año.
La ofensa proferida por Prudencio Aguilar en la gallera cambió las cosas. Esa misma noche se consumó el matrimonio. Al entrar al dormitorio, Úrsula estaba poniéndose el cinturón de castidad. Blandiendo la lanza frente a ella, el marido le ordenó: “¡Quítate eso!” La mujer, al darse cuenta de la furia del esposo solamente atinó a decir: “Tú serás el responsable de lo que pase”. Entonces, clavando la lanza en la tierra, el marido herido en su orgullo de hombre dijo: “Si has de parir iguanas, criaremos iguanas. Pero no habrá más muertos en este pueblo por culpa tuya”.
Goya
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