Imagino que, en una similar medida que el más común de los mortales, me escandaliza y repulsa la violencia, para con la que, según creo y a mayores, muestro la especial sensibilidad de quien, en su día, decidió formarse en la noble tarea de ayudar a los demás.
En lo que quizá más me diferencie de otros es en el sentir parecida aversión para con todas las formas de violencia, alejándome del concepto de rebaño tan bien traído cuando se trata de hablar del coronavirus, aunque y en mi consideración, tan desacertado cuando hablamos de otros asuntos, en consonancia con el peculiar buenismo propio de estos tiempos, más del gusto de los medios o de la clase política.
Existe una forma de violencia particularmente denostada, de la que casi nunca se habla y contra la que apenas se hace nada: se trata de la violencia contra si mismos, la que supone cada suicidio. En España, en el año 2020, se contabilizaron 3.941 suicidios, esto es: nada menos que once al día, suponiendo un incremento del 7% respecto de años anteriores…
Si tenemos en cuenta que, a lo largo de ese mismo año y por citar el ejemplo más mediático, la violencia de género arrojó el lamentable y triste balance de 45 víctimas, que todos estos casos fueron televisados, que cuentan con instituciones específicas y sus propios presupuestos, ¿no piensan, conmigo, que existe un terrible abandono, de cuanto se relaciona con el suicidio, a pesar de que, de esta forma, mueran un 8.658% más de españoles, que de aquella?
Como será la cosa, si en algunos países, en los casos en que el asesino se suicida después de matar a su pareja, le contabilizan también, aunque como una víctima más de la violencia de género.
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