"En verdad, si no fuera por la música,
habría más razones para perder la cabeza"
(Piotr Ilich Tchaikovski)
En 1.792, algunos años después del asalto a la fortaleza de la Bastille, acto que aglutina el simbolismo del inicio de la Revolución Francesa, el ciudadano alemán Tobías Smichdt, un fabricante de clavicordios establecido en Estrasburgo, recibió un singular encargo de la Asamblea Nacional: construir, siguiendo las indicaciones del Dr. Guillotin, el aparato con el que los delincuentes comunes y los traidores a la Revolución recibirían una muerte rápida, humanitaria e igualitaria...
Al ladrón apellidado Pelletier, condenado por robo con violencia en la vía pública, le correspondió el honor de estrenar el artilugio, cuyo diseño fue ultimado durante una conversación que Smichdt mantuvo en casa del verdugo Sansón...
"¡No quiero morir!", exclamaba Pelletier camino del Cadalso, un miércoles 25 de abril de 1.772, el mismo día en que Rouget de Lisle interpretaba, por vez primera y también en Estrasburgo, "Le chant de guerre pour l'armée du Rhin", obra que más tarde sería rebautizada como "La Marsellesa".
"¡No quiero morir!", exclamaba Pelletier camino del Cadalso, un miércoles 25 de abril de 1.772, el mismo día en que Rouget de Lisle interpretaba, por vez primera y también en Estrasburgo, "Le chant de guerre pour l'armée du Rhin", obra que más tarde sería rebautizada como "La Marsellesa".
Diez días antes la guillotina había pasado un riguroso control de calidad, en el que fueron decapitados tres cadáveres humanos en el patio del que había sido hospicio de Bîcetre (París), transformado en cárcel para alojar a los enemigos de la Revolución, quienes presenciando la inusitada exhibición desde sus ventanas exclamaron: "Es la famosa igualdad de la que tanto hablan: todo el mundo morirá de la misma forma".
Por el filo de su hoja pasaron decenas de miles de individuos de todas las condiciones, desde reyes a mendigos... El invento no tardó en popularizarse de una manera tal, que llegaron a comercializar reproducciones a escala, de juguete, que los niños recibían a modo de regalo.
El Dr. Guillotin, uno de los médicos de mayor reputación del París de la época, no la concibió como la máquina de terror que alcanzó a ser, sino como un instrumento de piedad con el que acabar con las penas desiguales para delitos de la misma naturaleza, que se aplicaban en función del estrato social del ajusticiado: un noble podía escoger entre la muerte bajo la espada o el hacha, pero el ciudadano común agonizaba en una rueda, y luego de ser quebrado vivo, moría lentamente colgado en la horca o descuartizado. El falsificador de monedas era arrojado a una caldera hirviente y el hereje quemado vivo en la hoguera...
Definido como un hombre laborioso, austero, tímido, devoto, casto y honesto, defensor de la precisión de la formación y de la correcta práctica de la medicina, el Dr. Guillotin falleció a los 76 años víctima de la indiferencia general y del disgusto por el uso abusivo de su creación. "Quiso terminar con el sufrimiento de los condenados a muerte y jamás imaginó que quedaría ante los ojos del pueblo como un sádico criminal en lugar de un benefactor de la humanidad. Víctima de la opinión pública, quedó convertido para siempre en el patrono de esta horrible máquina..."
Muchos años más tarde, el 9 de octubre de 1981, el Boletín Oficial de la República Francesa publicaba el decreto de abolición de la pena de muerte en Francia, firmado por el entonces presidente François Mitterrand. Una victoria de su ministro de Justicia, Robert Badinter, quien había llegado al cargo cuatro meses antes... Badinter recibió montañas de cartas con amenazas de muerte a su familia; ante su casa presenció numerosas manifestaciones pidiendo su renuncia, pero a pesar de todo nunca capituló en su empeño de conseguir abolir la pena capital...
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