Hoy estuve visitando a un familiar ingresado en el Hospital Clínico de San Carlos, el viejo y entrañable Hospital Universitario en el que pasé una buena parte de mi juventud, empeñado en adquirir los pilares de la que habría de ser mi formación médica.
Si exceptuamos algunas remodelaciones del solado, la pintura de las paredes o la señalización, pocas otras cosas han cambiado realmente. A lo largo de buena parte de un rápido recorrido, pude sentir esa familiaridad propia de quién identifica lo que, en cierto modo, antaño fue suyo...
Al subir hacia las aulas, la visión de las redes intercaladas en el hueco de las escaleras me hizo estremecer y recordar una fatídica experiencia... Aquél día, en un cambio de clase que también implicaba el cambio de aula, mientras subía sin tiempo las escaleras, sentí un grito desgarrador a la par que un roce en el antebrazo que apoyaba en el pasamanos. Todo duró escasos segundos, hasta que finalmente acabó con un golpe intenso y seco.
Al asomarme y mirar abajo pude ver el cuerpo reventado de una mujer, sobre una indefinida mancha roja; un bolso, unos zapatos y otros enseres dispersos me hicieron entender, mientras se me desgarraba el alma, que acababa de presenciar un suicidio.
Al parecer no era algo infrecuente: algún paciente, ó familiar de paciente a quien se le había dado una dramática noticia respecto de su futuro inmediato, podía optar por la preferencia de no vivirlo. En ese sentido, el amplio hueco de una escalera de ocho alturas constituía una fuerte tentación, motivo por el que finalmente, el buen criterio de la Dirección del Centro decidió llenar el vacío con redecillas de cuerdas, en un intento de frustrar los irreflexivos impulsos que fuesen cargados con tales intenciones.
El suicida, en principio, no es alguien que quiera morir: lo que realmente quiere es dejar de vivir una situación concreta, o de una determinada manera...
Si exceptuamos algunas remodelaciones del solado, la pintura de las paredes o la señalización, pocas otras cosas han cambiado realmente. A lo largo de buena parte de un rápido recorrido, pude sentir esa familiaridad propia de quién identifica lo que, en cierto modo, antaño fue suyo...
Al subir hacia las aulas, la visión de las redes intercaladas en el hueco de las escaleras me hizo estremecer y recordar una fatídica experiencia... Aquél día, en un cambio de clase que también implicaba el cambio de aula, mientras subía sin tiempo las escaleras, sentí un grito desgarrador a la par que un roce en el antebrazo que apoyaba en el pasamanos. Todo duró escasos segundos, hasta que finalmente acabó con un golpe intenso y seco.
Al asomarme y mirar abajo pude ver el cuerpo reventado de una mujer, sobre una indefinida mancha roja; un bolso, unos zapatos y otros enseres dispersos me hicieron entender, mientras se me desgarraba el alma, que acababa de presenciar un suicidio.
Al parecer no era algo infrecuente: algún paciente, ó familiar de paciente a quien se le había dado una dramática noticia respecto de su futuro inmediato, podía optar por la preferencia de no vivirlo. En ese sentido, el amplio hueco de una escalera de ocho alturas constituía una fuerte tentación, motivo por el que finalmente, el buen criterio de la Dirección del Centro decidió llenar el vacío con redecillas de cuerdas, en un intento de frustrar los irreflexivos impulsos que fuesen cargados con tales intenciones.
El suicida, en principio, no es alguien que quiera morir: lo que realmente quiere es dejar de vivir una situación concreta, o de una determinada manera...
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