Mediante la castración se conseguía que los niños, tras demostrar especiales dotes para el canto, mantuvieran de adultos una tesitura aguda y fueran capaces de interpretar voces características de papeles femeninos e infantiles. La práctica de la castración de niños cantores existía desde la creación del Imperio romano de Oriente, aunque cobró especial popularidad a medida que pasaron los siglos.
A pesar de los peligros y de la dureza del período de aprendizaje y formación, durante el siglo XVIII, en el apogeo de la moda de estas voces, se estima que más de 4.000 niños fueron castrados cada año al servicio del arte (o por amor al arte, si lo prefieren). Muchos provenían de hogares pobres y fueron castrados por sus padres con la esperanza de que su hijo pudiera sacarles de la pobreza. Hay, sin embargo, registros de algunos jóvenes que solicitaron ser operados para preservar su voz (por ejemplo, Caffarelli).
El último castrato sixtino fue Alessandro Moreschi, quien por cierto fue el único que pudo realizar grabaciones musicales en solitario. Se retiró en marzo de 1913 falleciendo en 1922.
Todo ese mundo, con su belleza trágica, nació del genio de Claudio Monteverdi, el hombre que inventó la ópera, tal y como la conocemos hoy. Algunas de sus obras, de entre las que cabe citar "Orfeo", "Arianna", "El retorno de Ulises", etc... marcaron época. Tras su muerte, en 1643, Venecia le rindió un homenaje sin precedentes, bajo la forma de un funeral de Estado. La historia de la ópera, de los teatros y la del arte, quedó ligada para siempre a la historia de este hombre, quien por cierto, y ya que hablamos de amputaciones, fue hijo de un cirujano.
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