Recuerdo hace ya algunos años cuando la gente era capaz
de cuidar de sí misma, cuando las madres y abuelas eran
capaces de tratar las «pequeñas enfermedades» de su prole
sin asustarse por la automedicación, cuando las personas
mayores eran solo eso: personas mayores, y no «pacientes
crónicos, pluripatológicos y polimedicados», cuando se acudía
al médico solo. . . cuando se necesitaba. Pero ese tiempo
ya pasó, en los países desarrollados la obsesión por una
salud perfecta y una permisibilidad cero frente al dolor o
el sufrimiento se han convertido en el factor patógeno predominante.
Además, si consideramos la definición de salud
que hace la Organización Mundial de la Salud, que identifica
esta con felicidad, el resultado final es que estar enfermo es
ya lo normal; todos estamos enfermos e incluso reivindicamos
nuestra condición de pacientes y, cómo no, la necesidad
de recibir tratamiento para nuestras «enfermedades».
Ya en el ano 2002, una prestigiosa revista (British Medical
Journal) publicó una lista de las 20 principales «no
enfermedades», es decir, procesos «fisiológicos» que nos
afectan en mayor o menor medida y que «no estamos dispuestos
a soportar»; entre ellos están: el envejecimiento, el
aburrimiento, la calvicie, las bolsas en los ojos, las canas,
las pecas, la infelicidad o la soledad, entre otros. ¿Cuántas
consultas habremos atendido en Atención Primaria próximas
a ser consideradas como «no enfermedad»? Desde dolores
«poliarticulares migratorios, variables de intensidad y de
presentación anárquica», hasta crisis de ansiedad en adolescentes
que van a presentarse a un examen de ESO (el antiguo
BUP), pasando por el «deme usted algo que me tranquilice
en el examen del carnet de conducir» o el típico «deme
algo para la memoria». . . Todas estas consultas buscan una
solución: la pastilla mágica.
Ante estas consultas, cada vez más numerosas, y otras
que entrarían dentro de lo que los médicos denominamos
«somatizaciones», corremos el riesgo de un progresivo proceso
de medicalización de la sociedad; tratar a personas
sanas con medicamentos, que tienen efectos secundarios y
que en realidad no necesitan, es uno de los efectos perversos
de esta práctica, aparte de un grave problema de salud y
también, por qué no decirlo, un grave problema económico.
La caída del pelo, la pérdida de un familiar o el estrés
laboral se consideran problemas médicos y, en consecuencia,
susceptibles de ser diagnosticados y tratados. El
diagnóstico constituye el primer eslabón de la cadena, y
qué difícil es no establecer al menos un diagnóstico de presunción
en nuestra consulta, que tranquilice al paciente y
que evite que este nos considere unos ignorantes. Visto así,
podría parecer que la función del diagnóstico fuese contentar
al paciente y. . . al médico. Para ello nos valemos de
chequeos médicos de dudosa utilidad, o de pruebas de imagen
que si se utilizaran de forma indiscriminada en toda la
población detectarían multitud de «enfermedades» que precisarían
de nuevos estudios y de tratamientos difíciles de
justificar, ya que posiblemente estas no interferirían nunca
en la calidad de vida de las personas: ¿quién tiene más de
50 años y no tiene una hernia de disco, por ejemplo? Y
hemos llegado a la locura, ya que incluso en algunos centros
comerciales hay aparatos de este tipo que ofrecen, a
cambio de un coste moderado, una TAC completa o una ecografía
tridimensional, es decir, hemos llegado y sobrepasado
el «diagnostíquese usted mismo» y luego. . . consulte con
Internet. La situación ha llegado a tales extremos que la Asociación
Americana de Radiólogos rechaza la realización de
pruebas radiológicas a aquellas personas que no presenten
clínica que las justifique.
Pero la sensación de bienestar aumenta cuando la persona
recibe un diagnóstico, es decir, se encuentra mejor
sabiendo el nombre de la «enfermedad» que padece. Pero
tenemos que recordar que en la mayoría de las consultas, y
sobre todo en las de Atención Primaria, no es posible comprobar
que se padezca alguna enfermedad, jugamos con la
incertidumbre diagnóstica, con los síndromes generales y
frecuentes, con los signos de alarma, pero rara vez llegamos
a un diagnóstico etiológico, y solemos tratar síntomas
que en ocasiones son muy subjetivos, y en otras ocasiones
están influidos por las diferentes y diversas expectativas que
tiene quien los padece.
Los pacientes que no reciben un diagnóstico no quedan
contentos, solicitan más y más pruebas, crean grupos
de autoayuda y se ponen en contacto con los medios de comunicación. En esta situación, siempre aparece algún
médico laborioso, para el que es imprescindible (y casi sinónimo de supervivencia) encontrar un diagnóstico específico
y adecuado para cada paciente. Y el hecho de establecer un
diagnóstico inicia el proceso de la medicalización, ya que
cataloga a la persona como enferma y, por tanto, es susceptible
de beneficiarse de algún tratamiento farmacológico.
Recordemos, en este punto, que hay definidos alrededor
de unos 30.000 síndromes y enfermedades, por lo que a
poco que nos esforcemos no es difícil encontrar alguno que
se adapte a cada situación; por otra parte, las enfermedades
«se crean y se destruyen», su existencia depende de la
«opinión de expertos»; así, por ejemplo, la homosexualidad
dejó de ser considerada enfermedad en el ano 1974.
Por otra parte, hay importantes intereses económicos en
este proceso, y sus posibles beneficiarios intentan hacernos
ver que los sucesos normales de la vida pueden tratarse
farmacológicamente, como ya hemos señalado; o que síntomas
raros o leves deben ser considerados como grandes
epidemias o enfermedades graves: un buen ejemplo de
este punto sería el colon irritable, que alcanza magnitudes
alarmantes, aun cuando solo se considera grave en
menos del 5% de los casos. De igual forma, las sociedades
de Psiquiatría señalan que uno de cada 6 españoles «ha padecido, padece o padecerá» un trastorno mental a lo
largo de su vida, señalando como sus principales causas las
«dificultades sociales, socioeconómicas y sociolaborales».
¿Recuerdan hace 3-4 años lo que ocurrió con la «epidemia»
de gripe A, la recomendación de antivirales para su tratamiento
y las vacunas ex profeso. . .?. Otro ejemplo.
¿Qué me dicen de los embarazos de riesgo? Hoy día, ser
embarazada de riesgo ya es algo normal. ¿Y de los tratamientos
de la osteoporosis o de la osteopenia?, ¿y la fibromialgia y la llamada «medicina defensiva»?.
Hay un caso repetitivo que para mí es el paradigma de
la «medicina defensiva»: ese chico de 15 años que haciendo
deporte sufre un esguince de tobillo, que posiblemente solo
precisara de algo de reposo para mejorarse, y acude a
Urgencias. Allí, tras el correspondiente estudio radiológico
(totalmente normal) se decide inmovilizarlo con una férula
posterior de yeso, tratarlo con antiinflamatorios y añadirle «un protector gástrico» y heparina de bajo peso. Con esa
actitud estamos mandando mensajes al resto de la sociedad
de cómo actuar ante un accidente leve: ¡acudir a Urgencias!
Hablando de niños y adolescentes, la mayoría de nosotros
manejamos la historia digital, ¿qué me dicen de esos
jóvenes que no teniendo ningún problema de salud importante
tienen más de 30-40 visitas registradas en su historia?
¿Qué pasará con ellos cuando tengan 50-60 años? ¿Alguien
se ha parado a pensar que estamos generando entre todos
una generación «débil», una generación que precisa consultar
al médico ante el más mínimo síntoma y que corre el
riesgo de ser medicalizado de forma innecesaria desde su
más tierna infancia? Un pediatra amigo me comentaba que
la culpa no solo es nuestra, sino de la organización del sistema
de salud, y basaba sus argumentos en su propia agenda:
tiempo para atender la consulta a demanda 8-10 min;tiempo
para la «consulta de niño sano» 15-20 min; mensaje subliminal:
para que el médico le atienda con tiempo hay que
acudir cuando el niño está sano. No sabría decir si esta es la
base del problema, pero sí que es para estudiarlo de forma
profunda.
Por último, no quiero dejar escapar la ocasión de hablar
de la eterna salud, del negarnos a que hay situaciones que
van relacionadas con el paso del tiempo y con la edad, y
esto en una sociedad que cada vez tiende hacia un mayor
envejecimiento. Esta semana comentaba con mi residente
el caso de una paciente de 89 años de edad, recién cambiada
a nuestro cupo, diagnosticada de artritis reumatoide
en tratamiento con metotrexato y, por consiguiente, con
ácido fólico. Su vida habitual es de la cama al sillón y del
sillón a la cama, precisa ayuda para todas las actividades
básicas. Pero además es diabética, y el compañero endocrino
que la atiende le tiene recomendado un tratamiento
con insulina basal (2 dosis) además de 3 dosis al día de insulina
rápida (terapia bolo basal), aparte de 2 antidiabéticos
orales y una estatina para controlar la dislipidemia aterogenética.
Asimismo, tiene por escrito la recomendación de
30 autocontroles semanales de glucemia. Recordemos que
tiene 89 años, una comorbilidad importante, vive con su
marido, de una edad aproximada; ¿es esto lo más adecuado
para nuestra paciente? Y ahora, ¿quién se atreve a cambiar
la situación recomendada por su «especialista»? ¿No sería
mejor, en este caso (y otros como este), olvidarnos de intentar
controlar de forma tan intensiva unos factores de riesgo
cardiovascular que hasta ahora no han originado complicaciones,
y que lo más seguro es que a sus 89 años no se
las generen, aparte de las propias de su estado? ¿Podríamos
ahorrarle a la paciente sus 5 inyecciones diarias de insulina
a cambio de otra pauta más leve? ¿Tiene sentido la estatina -atorvastatina concretamente- si su último LDL era de 104?
¿Y qué hacer con los 30 controles semanales?
Como antes señalaba, nuestras decisiones son importantes
de cara a la sociedad, ya que transmiten cómo actuar
ante la «enfermedad» y posiblemente hayamos traspasado la
línea e influido de forma decisiva en la progresiva y muchas
veces innecesaria medicalización, máxime en un contexto
en el que la obsesión por la salud se traduce en un miedo
obsesivo inspirado por la medicina ante peligros de salud
ridículos o inexistentes. No se trata, ni mucho menos, de
quitar importancia a las enfermedades reales, únicamente
se trata de recomendar una buena dosis de serenidad; por
supuesto, también hay médicos que la recetan.
J.C. Aguirre Rodríguez
Médico de Familia (SEMERGEN),
Centro de Salud Casería de Montijo,
Distrito Sanitario Granada-Metropolitano, Granada,
Espana
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